La represión del Estado a aquellos que han osado
desafiarlo está siendo implacable. No podía ser de otra manera, pues no es moco
de pavo que intenten amputar una de tus partes. Y para no andarse con chiquitas,
nada mejor que recurrir al delito de rebelión, tipificado en el artículo 472 y
siguientes del código penal, guarnecido por el de malversación y,
subsidiariamente, por el de sedición. Sin embargo, la acusación por malversación,
un delito relativamente menor, difícilmente justificaría la prisión provisional
sin fianza. Más aún teniendo en cuenta lo dudosa que es su comisión ya que se requiere ánimo de lucro.
Por lo tanto, para entender el guirigay conviene prestar
atención al delito de rebelión que te asegura una condena de entre quince y veinticinco años
en la trena, y, si te pusieras muy chulo, hasta treinta. Así reza el artículo 472 de nuestro código penal:
Son reos del delito de rebelión los que se
alzaren violenta y públicamente para cualquiera de los fines siguientes:
1.º Derogar, suspender o modificar total o parcialmente la Constitución.
2.º Destituir o despojar en todo o en parte de sus prerrogativas y
facultades al Rey o al Regente o miembros de la Regencia, u obligarles a
ejecutar un acto contrario a su voluntad.
3.º Impedir la libre celebración de elecciones para cargos públicos.
4.º Disolver las Cortes Generales, el Congreso de los Diputados, el Senado
o cualquier Asamblea Legislativa de una Comunidad Autónoma, impedir que se
reúnan, deliberen o resuelvan, arrancarles alguna resolución o sustraerles
alguna de sus atribuciones o competencias.
5.º Declarar la independencia de una parte del territorio nacional.
6.º Sustituir por otro el Gobierno de la Nación o el Consejo de Gobierno de
una Comunidad Autónoma, o usar o ejercer por sí o despojar al Gobierno o
Consejo de Gobierno de una Comunidad Autónoma, o a cualquiera de sus miembros
de sus facultades, o impedirles o coartarles su libre ejercicio, u obligar a
cualquiera de ellos a ejecutar actos contrarios a su voluntad.
7.º Sustraer cualquier clase de fuerza armada a la obediencia del Gobierno.
Este artículo, junto con otros que le siguen, es el claro
ejemplo de una ley injusta. Por eso en muchos países no se recoge en el código
penal un delito de estas características. Es abusiva, porque aunque
convenientemente disfrazada, es una ley
que atenta contra la libertad de expresión, pues si alguien pone en entredicho la
constitución, la integridad territorial del Estado o sus instituciones debe ser
juzgado por los hechos perpetrados en su tentativa, no por haberlo intentado. Y para juzgar los
eventuales hechos sobran otras leyes. Es
decir, si en el fragor revolucionario quema el Palacio de las Cortes debe ser
juzgado por incendiario no por revolucionario.
Sin embargo, a los jueces no corresponde cuestionar las
leyes, sino aplicarlas. Aunque, en este caso, no creo que se pueda decir que lo
hagan con la debida mesura. Como bien
reza el artículo 472, los rebeldes para ser perseguidos por la ley deben
alzarse violenta y públicamente. No cabe duda de que el alzamiento ha sido
público, pues los rebeldes votaron una declaración de independencia en una
sesión del Parlament transmitida por televisión. ¿Pero hubo violencia? ¿Por
acaso alzaron sus manos con excesiva brusquedad a ojos de la fiscalía? No hubo
violencia, por más que se esfuerce el gobierno en asegurarlo y el fiscal en
argumentarlo.
Ni tan siquiera los sucesos previos a la declaración de
independencia fueron violentos. No al menos por parte de los rebeldes. Y les
llamo así, no por imputarles un delito, sino porque el correcto castellano me
lo permite. No practicaron la violencia ni
la incitaron. Ni el día del referéndum ni en los previos. La única
violencia existente en aquellas fechas es imputable a otros. La imagen de la
policía persiguiendo cajas de cartón y papelitos en los días previos al uno de
octubre todavía está impresa en mi retina. No daba crédito a lo que estaba
presenciando. No podía creer que tan pueril atentado contra las libertades más
básicas estuviese sucediendo en la España de este siglo poco más que recién
estrenado.
Mi estupor se
convirtió en indignación el día de la consulta secesionista. El gobierno no dudó en usar a los cuerpos y
fuerzas de seguridad para satisfacer sus fines partidistas. Enviaron a la
policía a reprimir a personas que no estaban cometiendo ningún delito. ¡Introducir un papel en una
caja no es delito, carajo! A personas que no estaban suponiendo ningún problema
de orden público, a personas que disfrutaban de su mañana de domingo como les
salía de las narices. Pero al gobierno le dio igual comportarse como un
follonero de mañaneo dominguero puesto de speed hasta las cejas luego de una
larga noche de fiesta.
Yo creía entonces que Rajoy buscaba impedir la consulta
para así apuntarse un tanto político y quedar delante de toda España como el
hombre que cumple su palabra, pues se hartó en los meses previos de asegurar
que el referéndum no tendría lugar. Ahora creo que estaba equivocado. Que se votase o no era lo que menos le
preocupaba. Buscaba el lío, la violencia. Así podría construir un relato a su
medida y justificar lo que vino después: la rebelión posverdadera.
Los gobiernos acostumbran a ser duchos en el artificio de la
posverdad, pues medios no suelen faltarles. Aunque el palabrejo es reciente, no
lo es la manipulación de las emociones con el fin de lograr la ciega adhesión
de la opinión pública. Como si no explicar esos desfiles de cándidos mozos caminando al matadero de una guerra en
la que nada les viene ni les va o esos millones de miradas a otro lugar cuando
el aparato estatal conculca los más elementales derechos para salvar a la
patria de un enemigo más o menos imaginario sin importar lo que este haya hecho.
Pues bien, el Estado, el gobierno, los medios de comunicación o San Pito Pato
pueden fabricar la realidad posverdadera a su antojo, incluso fabular una rebelión posverdadera, que por eso no va a
cambiar. Yo lo vi. Y no fue así.